Mi mejor amigo me dijo la semana pasada que busco validación en quién no me valora, que vuelco todos mis esfuerzos y recursos en personas que no saben quererme o valorarme como me merezco, y que no los uso tanto en aquellos que ya sé que me quieren de verdad, porque son un puerto seguro para mí.
Creo que no iba muy desencaminado. Quizá se debe a cómo he
crecido, a esa casa en la que hicieras lo que hicieras nunca era suficiente.
Cuántas veces habré limpiado la casa a fondo y ha llegado mi madre y solo se ha
fijado en la mínima cosa que he dejado de hacer. Cuántas veces me dijo mi padre
que un 9 no eran buenas notas porque tenía que llegar al 10. Y eso son solo
ejemplos muy tontos de más de 30 años de reproches casi diarios. He pasado la
vida buscando cumplir expectativas imposibles, andando con miedo a pisar la
mina que haría saltar a mis padres y su lluvia de críticas a lo mala que soy.
Así que ahora, cuando hay gente que me dice lo mala que
soy, en lugar de ignorar lo que sé que no es verdad, intento demostrarles
que se equivocan. Lo doy todo, me entrego en cuerpo, en alma, doy hasta lo que
no tengo. Y me acabo dejando por el camino. Siempre pensando qué he hecho mal, en
qué he fallado, por qué sigo sin ser suficiente. Siempre dándole vueltas a por
qué esa persona sigue haciendo eso que tantas veces le he dicho que me duele, a
por qué no le vale con lo que estoy dando y siempre pide más. Acostumbrada a
los castigos emocionales, los que te hacen sentirte culpable por todo, aunque
ni siquiera sepas bien qué has hecho, o porqué se supone que eso que estas
haciendo está mal.
He crecido teniendo que adivinar los pensamientos y
sentimientos de mi madre, sigo teniendo que hacerlo cada día, y me empeño en
rodearme de gente que es así. Errática en la comunicación, dañina en sus actos.
Gente que no me valora y que, cuando pongo límites, me echan la culpa. Y yo sé
lo que valgo, aunque tardé mucho en darme cuenta y creérmelo. Aunque a veces
todavía lo dude.
Pese a todo, la ansiedad me consume cuando pienso que voy a
perder a alguien, aunque sepa que eso es lo mejor para mí. No soporto la idea
de que la gente piense mal de mí, que crea que soy la mala.
Pero siempre seremos los malos en la historia de alguien, y
quizá en parte tengan razón, pero yo me quedo con mi conciencia tranquila,
sabiendo que lo di todo, que me entregué, que lo intenté.
Que nunca me rindo.
La zanahorias eran púrpuras. Solo a partir del siglo XVI cambiaron de color al naranja como resultado de un cruce deliberado.
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