Recuerdo perfectamente el día que lo dejamos. Lo recuerdo porque creo que jamás podré olvidar ese día.
Fue el 16 de septiembre, un lunes.
Ese día, mi hijo comenzaba el instituto. Su primer día de clase en un centro nuevo, una etapa nueva, un mundo nuevo, primero de la ESO.
Ese día, también fue mi primer día de trabajo en un sitio nuevo. Un lugar en el que nunca había estado, con nuevas funciones, nuevos compañeros y por primera vez a jornada completa.
Por primera vez en la vida no podría llevar a mi hijo al cole en su primer día de clase, por primera vez en la vida no iría yo a recogerlo y estar ahí para que me contase todas esas nuevas experiencias e impresiones.
Estaba acojonada.
La semana anterior la había tenido de vacaciones (las que me quedaban de haber dejado el anterior trabajo), y, por supuesto, la pasé entera en su casa. Fue una semana de pura ansiedad porque seguía dándole vueltas a si me habría equivocado al dejar mi trabajo actual por algo totalmente distinto, por el miedo al comienzo del instituto de José Manuel, por el cambio de vida casi radical que comenzaría a partir de ese lunes... Él no entendía tanto miedo o ansiedad, para él todo era fácil, y los primeros días reconozco que sí intentó cuidarme, pero creo que se acabó cansando. Al final, el domingo por la tarde tuvimos una pelea, casi ni recuerdo por qué (podría pararme a pensar y sé que lo recordaría, pero casi prefiero que no), y parece que el mundo explotó. Sé que ni siquiera fue algo de verdad importante, y también sé que, una vez más, no me sentí escuchada, cuidada o comprendida.
No hacía más que pensar que yo no me merecía eso, que ya tenía demasiado encima pensando en el día que se me presentaba al día siguiente y que no podía ser que la persona a la que quería y con la que compartía mi vida me aumentase esa carga en vez de hacerla mas liviana. Nos fuimos a dormir enfadados, y, obviamente, no dormí absolutamente nada.
Ese primer día de trabajo fue un infierno, no hacía mas que pensar en mi hijo y cómo estaría pasando el día, en él y en la pelea, en qué hacer a partir de ahora... no escuché casi nada de las explicaciones que me daban y muy pocas veces pude concentrarme en lo que debía. Decidí que al salir iría a su casa a hablar con él y arreglar las cosas, porque sabía que no podría seguir así.
Fui, tuvimos una conversación de casi dos horas, y pareció que todo se arreglaba e iría bien. Él salió a sacar al perro, y entonces... entonces repasé esa conversación agotadora que acabábamos de tener, y pensé en cuantísimas veces habíamos tenido esa misma conversación y luego no había servido de nada, recordé todas las promesas que nunca se cumplían, los acuerdos que no llegaban, pensé en el día y la noche que había pasado... y acudí a mis amigas. Les dije que estaba pensando en recoger mis cosas y terminar, que estaba cansada, que no me merecía lo que había pasado. Respondieron de inmediato y me dijeron que lo hiciese, que yo era fuerte y capaz. Recogí mis cosas. Llamé a mi hermana y a Dani para que vinieran a buscarme. Él llegó de sacar al perro y lo vio todo encima de la mesa, entró en cólera. Pensó que ya lo tenía todo planeado, que le había hecho perder el tiempo, no me quiso creer cuando le dije que había sido una decisión tomada tras analizar nuestra conversación vacía.
Me fui completamente rota y destruida, con mis amigas dándome la enhorabuena, con mi hermana y Dani abrazándome, con el cariño de mi hijo al llegar a casa.
Esa semana (y los meses que siguieron, en realidad) fue un absoluto infierno. La ansiedad me devoraba, tuve la formación en la nueva empresa y no me enteré de nada, no hacía más que pensar que la había cagado, la cabeza me daba vueltas, quería morirme con tal de no sentir todo lo que sentía... y mis amigos me felicitaban. Aún recuerdo la pura felicidad real de Danil, como casi que le oí saltar de alegría al otro lado del teléfono cuando se lo dije. Todos diciéndome que por fin había salido de ahí, que era más fuerte de lo que pensaba, que había sido muy valiente, que ahora por fin podría ser feliz.
Siempre hay muchos malos en una misma historia. Depende de quién la cuente, de los detalles y versiones que se den, de cómo lo han percibido quienes lo han vivido.
En mi versión, lo único que tengo claro es que, objetivamente, vivo más tranquila desde que él ya no está en mi vida. Una vez superado el síndrome de abstinencia, la ansiedad ha desaparecido, he podido dejar los antidepresivos, ya no vivo con miedo de no saber qué mina será la que se pise hoy. Ya no hay nadie que me haga sentirme pequeña, mal conmigo misma, una molestia.
Ya no tengo miedo.
Miedo.
Jamás pensé que llegaría a estar tanto tiempo en una relación donde el sentimiento que mas veces me inundaba era ese.
Pero salí. Y ahora soy libre. Y vivo tranquila, en paz. Sanando las heridas, yendo a terapia, mejorándome a mi misma y a mi vida.
Quizá el capítulo aún no está tan cerrado como me gustaría, pero ya casi nunca pienso en él, no le echo en absoluto de menos, no me apetece verle ni hablar, ni tenerlo cerca en general. Es real que estoy mucho más feliz, y una parte de mi siente como que este año ha sido una nube extraña en la que ni siquiera he sido yo misma y mi vida no la controlaba yo.
Ahora estoy bien. Recuperándome, pero bien. Bien rodeada, bien querida, bien cuidada. Me gusto, me quiero, sé quién soy.
Ya no tengo miedo.